Gibellina: arte contemporáneo al aire libre
Detalle
Érase una vez Gibellina, un pequeño pueblo en una pequeña colina rebosante de vida, de esencia campesina y señorial a la vez.
La vieja Gibellina, completamente arrasada por el terremoto de 1968, fue reconstruida unos veinte kilómetros más abajo. Para reconstruirla, el exalcalde de la ciudad, Ludovico Corrao, tuvo la brillante idea de humanizar el territorio llamando a diversos artistas de fama mundial para que acudiesen a Gibellina.
Pietro Consagra, instaló la Porta del Belice, más conocida como la Stella di Consagra.
Junto con las obras de muchos otros artistas como Mario Schifano, Andrea Cascella, Arnaldo Pomodoro, Ludovico Quaroni, Mimmo Paladino, Franco Angeli, Franco Purini, Carla Accardi y Mimmo Rotella, diseminadas en el espacio urbano, hacen de Gibellina un verdadero museo de arte contemporáneo al aire libre.
En el Baglio Di Stefano, la Fundación Orestiadi ha creado el Museo delle Trame Mediterranee, que alberga una de las colecciones de arte contemporáneo más importante de Italia. Se exponen obras de Arnaldo Pomodoro, de artistas de la transvanguardia italiana, como Paladino, Cucchi y Germanà, del grupo Forma Uno como Consagra, Accardi, Dorazio y Turcato, y muchos otros artistas entre los exponentes más importantes del arte contemporáneo internacional como Beuys, Matta, Scialoja, Corpora, Isgrò, Schifano, Angeli, Boero, Boetti, Longobardi, Rotella, Bob Wilson, Long y Briggs.
Alberto Burri realizó en la vieja Gibellina el Grande Cretto, una de las obras más importantes de Land Art en el mundo, un monumento gigantesco a la muerte en memoria del terremoto que la destruyó. Un manto tendido para cubrir el frío recuerdo de un enero lejano y definitivo, como la muerte a la que condenó a las localidades de los familiares afectados, las casas, las calles, los putìe (tiendas), el círculo de los nobles y el de los viddani (campesinos).
Un sudario –así es cómo se ha definido – que sella las llamadas de las mujeres y el aroma del pan recién horneado, el ruido de los cascos de las mulas en las calles empedradas, el ladrido alegre de los perros al llegar a casa de su dueño, las mesas al sol repletas de tomates y de higos a secar, el color apasionado del strattu (concentrado de tomate), el olor húmedo de las bodegas llenas de promesas de verano, del trigo y del aceite, de las piezas de queso que rezuman grasa y de las conservas de cerdo del que no se desperdicia nada. Pero debajo del sudario la respiración se detiene.
En los campos circundantes las vides están a punto de perder las hojas enrojecidas por el otoño, los olivos están listos para dejar caer el fruto sagrado en Atena y los buitres extienden sus alas al sol en busca de alguna presa. El recuerdo de una vida repleta de cosas modestas y sencillas se renueva en nombre de un arte intelectual y simbólico, se congela en una laberíntica trama de ruinas escondidas, se asienta en las verdes colinas de una Sicilia olvidada, inmemorial y olvidadiza, donde el dolor del abandono se evapora en el fondo del corazón donde se esconde una punzante nostalgia de la infancia perdida.